Walter Benjamin fue un filósofo alemán que en 1940 prefirió el suicidio a caer en manos de los nazis. Su muerte fue como una rúbrica consecuente de su pensamiento, signado por lo que él llamaba su pesimismo ante el progreso.
Después de Lenin, Benjamin es el pensador que más a fondo critica a la socialdemocracia, señalando con angustia existencial que ella no puede sino llevarnos al desastre. Podemos calcular, llegó a decir, la hora de la hecatombe. Era la visión lúcida de un pensador que estaba viendo la caída del sistema y su reacción brutal para recuperarse. El resplandor de la bomba atómica en Hiroshima, más de sesenta millones de muertos, el holocausto judío y la destrucción material que causó la Segunda Guerra Mundial le dan la razón. No hay otra forma de salvar el sistema que no sea por medio de la destrucción apocalíptica de todo, desde cuyas ruinas las fuerzas oscuras de la dominación volverán a levantar una civilización similar, parecía advertirnos.
Y fue exactamente así. El poder norteamericano, desde entonces, ha dominado el mundo, ha sacralizado el ideal del progreso y, con el sueño del buen vivir, justifica el consumismo irracional de mercancías. En menos de un siglo ese progreso ha puesto al planeta al borde del abismo.
Otra vez estamos ante una situación similar a la que Benjamin vio en 1940. La humanidad camina sobre un piso jabonoso. La crisis norteamericana, Ucrania, Palestina, en cualquier momento pueden accionar el gatillo del conflicto mundial. Las fuerzas oscuras de la dominación lo están buscando.
Hay que parar el progreso capitalista, hay que sustituirlo por el desarrollo revolucionario. Hay que hacer la revolución, no la reforma. Benjamin nos lo advierte desde las sombras y sigue teniendo razón.
JORGE OVIEDO RUEDA
Publicado en
La Hora, 6/agosto/2014, Quito