Escribir sobre la felicidad puede resultar un ejercicio demasiado subjetivo, pues puede haber tantas definiciones como seres pensantes existen; sin embargo, no es posible abstraerse del concepto. Resulta que, de una u otra manera, como seres humanos, estamos vinculados a èl.
La Iglesia, en el medioevo, asociò la felicidad de los hombres con la vida después de la muerte. Una vida de abstenciones, sacrificios, penitencias, tenía como recompensa el paraíso; vivir en el pecado, por el contrario, tenia como castigo los espantosos tormentos del infierno.
El régimen capitalista asocia la felicidad del ser humano al consumo. El mercado oferta, el individuo consume. No hay forma de escapar de esta dualidad. En el baratillo de ofertas hoy están desde los sueños hasta las bombas atómicas, pasando por los órganos humanos. Si estamos en capacidad de adquirir lo que el mercado ofrece, tenemos la felicidad en nuestras manos.
El socialismo real del siglo XX creyó, erróneamente, que la felicidad tenía que estar basada en la igualdad, una igualdad que en esta etapa histórica de la humanidad es inalcanzable. Cuando ya no se pudo ocultar esa verdad, el socialismo real se derrumbó. No habrá igualdad mientras no seamos capaces de producir más de lo que necesitamos.
Las sociedades ancestrales de todo el planeta asociaban la felicidad de sus pueblos al cuidado y respeto de la naturaleza. Sabían que si la dañaban se estaban dañando ellos mismos. Su armonía interior dependía del equilibrio exterior. No era un reflejo, era un estado.
Hoy es inexplicable que los hombres de la ciudad trabajen como esclavos durante todo el año para irse unos pocos días fuera de la ciudad a vivir como vivían nuestros antepasados. Hay una corriente universal de vuelta a la naturaleza que debe convertirse en fuerza política. Una nueva vida, una nueva economía, una nueva felicidad.
JORGE OVIEDO RUEDA
Publicado en
La Hora, 6/Marzo/2013, Quito