La negra y larga noche colonial es un tiempo que nuestros pueblos guardan en su memoria como una época de infamia y pesadumbre. El colonizador europeo partió de un tajo la vida de los pueblos americanos que la habían construido con su esfuerzo durante milenios, sobre todo hicieron volar en pedazos el sistema productivo de estos pueblos. Fueron sometidos por el hambre.
Trescientos años después, con la Independencia, se creyó que la suerte de los pueblos mestizos, cambiaría. La voz de Bolívar fue desoída y hasta hoy lo que Bolívar no hizo todavía no se hace en América. Las revoluciones liberales del siglo XIX estaban llamadas a modernizar nuestras economías y hacer que nuestros pueblos cambiaran su negra suerte. Nada de esto sucedió.
Los vientos de la desgracia han soplado sólo desde México hacia el sur. Como que la felicidad se identificara con el azul de los ojos y el dorado de los cabellos o como que en el sur se hubiera empozado todo el odio de Dios.
En nuestros días, cuando el capital financiero se nos ha metido hasta en la sopa, un proceso histórico como el venezolano -que ha declarado su inquebrantable voluntad de ir al socialismo- se ve amenazado por la muerte de su máximo líder.
El rubio imperio y sus aliados parecen haber sobornado a Dios para que les haga ese milagro. Veo al Papa atiborrado de oro en sus atuendos y me pregunto con angustia si Dios ha hecho un pacto con los ricos.
De ser así, América mestiza, la raigal, la que hasta ahora no conoce la felicidad, tendrá que luchar sola, ni tan siquiera con la ayuda de Dios, para conquistar su destino.
O tal vez tendrá que inventar otro Dios, porque el de nuestros antepasados ya parece estar comprometido con los poderosos.
JORGE OVIEDO RUEDA
Publicado en
La Hora, 9/Enero/2013, Quito