RETRATO FAMILIAR DE UNA BISABUELA QUE MIRA A LAS SOMBRAS

Mi madre se llama Gloria y tiene 89 años, pero me dice mentiroso cuando le recuerdo que ya va a cumplir noventa.

-No sabes ni sumar. Saca cuentas. Si yo nací en 1929, hasta la fecha son setenta años.

-Cierto –le respondo-. Y se queda tranquila, mirando sus uñas pintadas de un rosa pálido, muy juvenil.

Se queja del frío que hace en la tierra cálida de Mindo. Le digo:

-Mamita, pero no hace tanto frio.

-Uyyyy –me contesta-, siempre fuiste anarquista. Esta tierra es bonita, pero muy fría.

-Tienes razón. Que frío está haciendo.

Y se queda tranquila, acomodándose un gorrito boliviano de lana que le compré para combatir “los fríos polares” de Mindo.

-Mira como son las cosas –me dijo una mañana-. El otro día que pasé con la Narita por esta casa me gustó mucho y le dije que algún día iba a vivir en ella. Dios me ha hecho el milagro.

Junta las manos y les alza al cielo. Nadie, ni yo, que pongo la razón por sobre todas las cosas, me atrevo a negar el milagro, aunque su hermana Narita esté muerta hace más de cuarenta años y para mi Dios no exista.

-Todo es posible –le digo, tiernamente.

Camina en silencio por la casa como si tuviera diminutas alas en los pies. Suele materializarse detrás de mí, como una holografía.

-Me asustas, mamita- le reclamo y ella:

–quesfisss, don Modesto, ¿no me oyó llegar? ¡Qué horror como está todo tirado en su cuarto! No sé qué le habrá pasado a la Rosita que no ha venido a arreglar. Es que estos guambras callejeros se saben entrar y dejan todo tirado.

A veces por la mañana se levanta antes que nadie y sube con una media taza de café con leche que me ofrece en la idea de que soy su suegro.

-Lo que su hijo hace, don Modesto, no es culpa suya. Siempre fue un irresponsable.

Tiene nostalgia en la voz y en sus ojos verdes vuelan golondrinas desorientadas.

No hay mañana que no me pregunte por una de sus hermanas o sus padres, mis abuelos.

-Quiero ir a Ibarra, hace tiempo que no veo a la Narita.

-Ya se murió –le digo imprudentemente-

-¿La Narita ya se murió? Callá, mejor, ve –me dice- Ayer no más estuvo aquí. Me contó que se ha muerto su hijita.

Derrama lágrimas, haciendo pucheros de niña con su vieja boca desdentada.

-¿Y tu hermano Gustavo? –me pregunta.

-No soy papá –le advierto-, tratando de centrarle en la realidad. Soy Tito, tu hijo.

Me mira inquisitivamente, como tratando de descubrir la verdad.

-Mi hijo se fue a Cuba y se quedó a vivir con los comunistas. Dicen que lo tienen preso.

-No es así -le digo-. Estoy aquí y ahora te cuido. Vivo contigo.

Otra vez me mira y con aire rencoroso me advierte del castigo divino que me espera por no querer reconocer a los hijos que tuvieron juntos.

-Tu no les dejas venir a mi casa, ni quieres darles nada. No importa –dice convencida- no te necesito, yo les cuidaré ¡Lárgate! -me grita y me empuja a la puerta de salida.

Le hago caso y me voy. Regreso después de una hora.

-Hola, mamita, ¿Qué te pasa? Parece que haz estado llorando.

-Si, -me cuenta-. Ya le mandé sacando a tu papá. No lo quiero volver a ver.

Le preparo una agüita de hierbaluisa con unas gotas de aceite de cannabis y se acuesta en su cama frente al televisor que, a esa hora, muestra a la doctora Polo resolviendo un complicadísimo caso de la vida real. Una hora más tarde, en la mente de mi madre, no existe nada, ni mi padre, ni mi abuelo, ni sus hermanas, ni Dios, ni el diablo. Su mente se queda limpia para al otro día descubrir admirada la belleza de una flor o el “frío polar” de Mindo. Como si cada día naciera nuevamente.

Con frecuencia sube a mi estudio en el que vivo rodeado de libros y de cuadros para decirme:

-Mira, Jorge, quiero hablar contigo serenamente. Yo estoy dispuesta a darte el divorcio y separarnos sin peleas.

-Soy tu hijo –le interrumpo.

-Ja, ja,  ja -simula reírse-, ¿piensas que estoy loca? Me trajiste aquí con engaños y me tienes encerrada. Quiero hablar con mis hermanas, ellas me tienen que ayudar.

-No contestan –le miento-.

Entonces se dirige a su cuarto, en una toalla envuelve una imagen de la virgen del Colegio y una foto suya en la que parece Libertad Lamarque.

-¡Me voy!–me grita.

No puedo hacer nada. Le dejo salir. Toma por el camino polvoroso que lleva al pueblo. Una mujer joven que coincide con ella le pregunta amablemente si le pasa algo.

-Si –le dice-. Vengo huyendo de mi marido que me tiene encerrada.

Cien metros más adelante me presento. La mujer me queda viendo. Con la barba blanca y los años encima me ve y llena de dudas me pregunta:

-¿Usted es el marido de la señora?

Me rio y, mientras le hago subir a mi madre al carro, le alcanzo a decir que no, que soy su hijo. Tengo la sensación de que se va no muy convencida. Cuando estamos solos me dice mi madre:

-Ojalá ya se haya ido tu papá. No lo quiero ni ver.

Mirándole de reojo, mientras conduzco el vehículo, pienso que ya son más de cuarenta años que mis padres se separaron y en que  hondas son las huellas que nos deja la vida.

Tiene un infinito amor por dos perros que cuidan mi casa. Me reclama a diario y, muchas veces cada hora del día, por no darles de comer.

-No ves el perol enorme de comida que les hago –le digo con paciencia-, pero ella está convencida que les mato de hambre. Ya son varias noches que me deja sin comer. Callada y en silencio, mientras yo trabajo, les da la comida que guardo para la cena.

-¿Dónde está el arroz con carne que guardé? – le pregunto.

-Es que como estaban muertos de hambre les di a los perros.

Regreso a ver al piso y miro las ollas y los sartenes lamidos hasta el brillo celestial.

-Lukas, carajo, -le grito al inmenso animal que parece esbozar una sonrisa de complicidad con la bisabuela–, de hoy en adelante te prohíbo que aceptes comida de esta señora.

De día en día llora con profunda angustia porque dice haber abandonado a su hija chiquita.

-Hayyy –se queja-, dejé a la niña.

-¿Qué niña? –le pregunto.

–Mi hijita -dice.

-¿Dónde?

–           -Allá, no sé. Me olvidé de traerla.

-No, mamita -le consuelo-. Tus hijos ya somos viejos. Ya no tienes por quién preocuparte. Todos estamos bien.

-No, no –insiste-. Llévame a Ibarra. Debe estar la niña con mamacita.

Se para en la puerta con la mirada clavada en la noche, en obstinado silencio corpóreo, esperando que le lleve a su Ibarra querida. Prendo el carro y salgo a dar una vuelta por el pequeño pueblo de Mindo. Cuando veo que el sueño le comienza a vencer, regreso a la casa. Le acuesto en su cama y, en pocos minutos, se queda dormida. Al otro día se levanta sana y lúcida buscando en que puede ayudar.

Le gusta recordar lejanas épocas de su vida. Cuando vivía con sus padres en el campamento del ferrocarril, por ejemplo. Dice que Papabuelo le dejaba meterse al río y que la abuela peleaba por eso. Se acuerda de la negra Amada, sirvienta que dice era una mujer bellísima y con un cuerpo excepcional.

-Un día –cuenta-, un “cholo” de Ibarra al pasar la Amada le dijo: “morena, porque no vamos a “regulli”, ella se regresó y de un  solo puñete le tiró al piso. Desde ahí no volvimos a verle nunca al “cholo”

Ya vienen a visitarla los muertos y algunos parientes vivos se integran a esas reuniones. Habla con mi tia Piedacita, con la Narita y no suele acordarse de la Leonilita y el Germán. Papabuelito y mamá para ella todavía viven en Ibarra.

-.Ayer que me vinieron a visitar les dije que era el colmo que no me hayan avisado que el Guimito se ha muerto. La Michona dice que ya todos están muertos, pero debe estar loca porque ayer mismo se fueron de aquí. Me vinieron a invitar a la casa del Guimo.

Se le está escapando la memoria a mi madre, a la abuela de mis hijas y a la bisabuela de mis nietos. Los muertos queridos ya han comenzado a vivir con ella y le están invitando a entrar en las sombras, en el gran misterio de la muerte.

Mindo, 12-10-2018.

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