Los políticos ecuatorianos de todos los tiempos se han preocupado, en primer lugar, de su imagen. En el pasado siempre hubo coherencia entre la imagen del político y su forma de pensar. Un político conservador estaba asociado al olor de la mirra, de los hábitos talares de la iglesia, a la familia tradicional y a la propiedad.
Los liberales se asociaban con la imagen de la modernidad, del cambio. Decían odiar la Iglesia, el escapulario y la cogulla del obispo y admiraban lo extranjero porque en ello veían el símbolo del progreso. Figuras como las de Ponce, Plaza, son icónicas de esos viejos tiempos en que el hombre representaba un tipo de pensamiento.
La irrupción de Velasco trae consigo una nueva imagen del político. Un caudillismo sin ideología, especie de colcha de retazos ideológicos, inaugura, a nombre del pueblo, la era del discurso político orientado a las emociones y no a las ideas. El mismo Velasco, Febres Cordero, Borja y, finalmente, Correa son símbolos de esa política sin contenidos.
Todos ellos han cuidado su imagen, se han esforzado por representar en su figura el valor de sus palabras.
Ese no es el caso de Abdala Bucaram. Su estilo representa los antivalores del suburbio, lo que no queremos ser, ese lado indecente que toda sociedad tiene. No representa la pobreza, sino la fetidez de la pobreza, no representa al pueblo, sino al lumpen, al ladrón contumaz que repta en los laberintos del lombrosianismo más atroz.
A este engendro de las cloacas lo tenemos otra vez en nuestro escenario político. Leí que al Mashi le obligaron a salir de un restaurante al grito de ¡fuera, Correa, fuera! Aquello que se llama decencia en el Ecuador debería obligarle a Bucaram a salir del Ecuador al grito de ¡Fuera, indecente, fuera!
La Hora, 28-06-2017