Si le pido prestado el título a la canción de Serrat, debo aclarar que no es la mujer que yo quiero que sea, sino la que yo quiero, la que es como es, por su propia voluntad y soberana gana.
Tiene la mirada alta, no sabe juntar las manos, silva blues mientras yo tarareo pasillos, tiene la insólita costumbre de mojarse desnuda bajo la lluvia, inventa chistes, se ríe sola, llora cuando se pone el sol, crea cuentos de duendes y cree en ellos.
Cuando se pone seria dice cosas sorprendentes sobre el patriarcado y el capitalismo, como que el patriarcado tiene autonomía dentro del sistema y cuando le digo que no pienso igual, con la magia de sus argumentos me hace dudar de todo; dice que odiar a los hombres no hace buenas feministas, sino lesbianas resentidas.
La mujer que yo quiero duda de todo, hasta de lo que ella misma cree. “Creo que no hay forma de demostrar que el patriarcado es un sistema autónomo dentro del capitalismo” -concedió un día. “Mientras más pienses” -le dije-, “verás que el sistema jerarquiza a los sexos para hacer posible la explotación.”
La mujer que yo quiero, es, también, fruta jugosa, vaya que lo es. Le gusta mostrarse y cree que el machismo le tiene que respetar. “Las taras del sistema” –le digo-, “no aceptan una libertad como la tuya. No estamos preparados, todavía, para la plena libertad.”
Pero ella no entiende, no puede postergar su libertad individual para cuando conquistemos la colectiva. Y le veo volar alto, libre y soberana por los extraños caminos del cielo. La admiro, pero tengo miedo de que un día se encuentre con uno de esos cavernícolas que confunden libertad con libertinaje y le hagan daño.
No es imposible, bien sea en la montaña o en la montañita, siempre acechan.
La Hora, 9-03-2016