Suele suceder que no siempre es posible ponerse de acuerdo. Sucede en el campo personal, filosófico, económico.
Si aparece alguien que profesa un credo racista, por ejemplo, y se encuentra con alguien que no lo es, la convivencia pacífica resulta imposible. Los racistas inventan el sutil discurso del consenso. A los afectados sólo les quedan dos caminos: aceptar ese discurso o usar el disenso que les permite defender sus derechos.
Igual sucede en lo económico. Si un individuo ha llegado a amasar una enorme fortuna y se encuentra con otro que no, por mucho que la ley proteja a los dos, no son iguales. Los privilegios del primero dependen del consenso; la dignidad y la vida del segundo, del disenso. ¿Por qué? Porque la naturaleza humana se hizo sobre la igualdad, siendo la desigualdad un asunto artificial.
Es por esta razón que hay que determinar la causa por la que unos son ricos y otros no. Los partidarios del consenso afirman que unos son vagos y otros trabajadores; los del disenso, no están de acuerdo.
En términos generales son las masas las que trabajan y las élites las que dirigen el trabajo, con lo cual este sistema produce un efecto mágico: los trabajadores se quedan pobres y las élites se enriquecen. ¿Cómo así?
Sólo un pensador ha explicado científicamente ese misterio: Marx. Lo resumió en la fórmula de la plusvalía. Salario equivale a tiempo de trabajo necesario, el resto es plusvalía. Si un trabajador trabaja ocho horas, el dueño le paga cuatro, apropiándose del resto.
Los economistas no marxista le llaman plusvalía a la revalorización de un bien, con lo cual tapan la esencia del concepto. El gobierno tiene miedo de llamarle al pan, pan y, al vino, vino.
¿Podrá, en el caso de la plusvalía (entendida como es), haber consenso?