
Yo era un guagua turbulento cuando te conocí, Julio, por Portete y Santa Elena del Guayaquil de mis odios queridos, cerquita de la 18 y la que cruza, por más señas, a donde no íbamos por no tener siete sucres y no porque nos faltaban las ganas; yo, serranito de los montes trasladado a los infernales calores del Guayaquil de tus amores, en esas cantinas a las que sus dueños les ponían nombres increíbles aprendí a amarte. De una que se llamaba El Pulmón, me acuerdo, cuyo dueño era un tísico cadavérico que siempre nos recibía tosiendo y cantando ese tango que dice eche amigo, échele no más llena, hasta el borde la copa de champan, y tú te sumabas a la fiesta cantando desde un rincón, doliente y magnífico, con tus ojos y voz color de miel, haciendo que todos los guaguas turbulentos -que no queríamos llegar a la miseria de nuestras casas-, nos fuéramos enamorando de ti. Desde entonces te he querido, Julio, sin pausa ni descanso, evocándote siempre que mis labios han escanciado una copa de licor y siempre que alguna bandolera me ha mordido el corazón.
Esta noche tengo ganas de buscarla….me susurrabas al oído y sentía unos deseos de cruzar la ciudad de rodillas y parquearme en la puerta de su casa pidiéndole perdón y cantándole en tu voz que no puedo verla triste porque me mata para regresarme desolado diciéndole a mi guitarra que era mi voz de dolor y que por Dios le dijera que aun le quería que aun le esperaba y cuando ya toda esperanza se había hecho polvo me hundía en el machismo galopante de tu repertorio en el que las mujeres son lo peor de lo peor que la vida pudo parir. Julio, cuanto dolor en tu voz de ruiseñor, envenenando la vida mía y la de tantos guaguas turbulentos que deambulan sin sentido por las calles de nuestra sufrida patria y tu ahí, poniéndole sal a la herida, como recordándonos que nunca jamás podremos salir de la podredumbre.
Ahora me pregunto ¿amigo o enemigo? Maestro fuiste, Julio querido, de las lágrimas, maestro de la nostalgia, maestro de la fatalidad sino cruel que se conformaba con comprarle a la vida apenas cinco centavitos de felicidad, cinco míseros centavitos para ser felices porque soy, nos decías, un abandonado de la calma y un náufrago del amor en lo infinito. Hay, Julio, ¡cómo me hiciste amar el puñal que me mataba! ¡como hiciste del sufrimiento un elixir de vida! Si, lo fue, de vida miserable y sufridora contra el piso, sobre el piso, bajo el piso, nunca por arriba del piso. Julio, mi Julito Jaramillo, amor de mi generación, mi Ruiseñor de América que nos enseñaste a golpe de lágrimas que la vida es la escuela del dolor. Todavía hay ministros y cineastas que se complacen en sacarle jugo a tu figura como si fuera la esencia de nuestra vida, digo, de esta patria molida a golpes, cierto, desde ya no me acuerdo cuando.
Sabes, Julito, ahora, después de tantos años de tu partida te seguimos cantando, pero cosa curiosa, ya no estás en esas rocolas mágicas en las que poníamos un centavo y te oíamos cinco veces seguidas a nuestra elección, estás en los salones de la gente perfumada, de esos que ocultan muy bien el interés de mantener el sufrimiento de los de abajo, porque hace rato que han descubierto lo buen negocio que es. Por eso se me está acabando el amor que te tenía, Julito, y con el dolor de mi alma te digo que esta noche de farra y alegría te hundiré el puñal del desamor y te sacaré el corazón para comérmelo a besos. ¡Basta ya, Julito! Mucho te quiero y te he querido, pero tengo que matarte.
Otra voz como la tuya tiene que surgir, con esa tersura de terciopelo que tu tenías, pero para cantarle a la vida y la esperanza. Adiós, Julio Jaramillo, para siempre, adiós.
27-11-2021
Jorge Oviedo Rueda