
Cuando apenas cursaba el cuarto curso de colegio, un descarriado amigo puso en mis manos un libro de Aníbal Ponce, el marxista argentino que los rebeldes de mi generación preferíamos a José Ingenieros. Se llama Educación y Lucha de Clases. Ese y otros libros memorables marcaron mi destino. Ese libro fue siempre el cimiento de mi vocación de educador, la que me dio de vivir a mí y a mi familia y la que, de alguna manera, me da tranquilidad en estos años.
Leí Emilio de Juan Jacobo Rousseau y mis inquietudes se multiplicaron. Luego me acerque a la pedagogía de Makarenko quién sostenía que un entorno social adecuado impediría el surgimiento de individuos dañados, principio que llevo a la práctica en su célebre Colonia Gorki cuando ya la revolución rusa estaba en marcha. Muchos pensamientos de Gabriela Mistral, maestra de corazón, estimularon mi inclinación a la docencia. Luego me acerqué a reformadores de la educación como Gurdief o Rodol Steiner que sugirieron pedagogías novedosas y probablemente efectivas. Pero fue Paulo Freire el que reafirmo mi visión sobre la educación.
Es que su filosofía de que había que educar para la libertad me atrapó de inmediato y, más aún, cuando descubrí que decía que la educación liberadora había que ejercerla entre los oprimidos. Cuarenta años de docencia, en mi caso, han estado inspirados en este fundamental principio pedagógico.
Una de las críticas frecuentes que hice al régimen correista fue el de la educación. Señalé que si se hablaba de revolución había que demostrar esa voluntad en la transformación radical de este sector. Consideré que la reforma educativa realizada por Alfaro, al cabo de un siglo, había tocado fondo. Había que revitalizar el proceso conservando el laicismo y modernizando los procesos educativos para ponerlos acordes con el desarrollo científico-técnico mundial, para lo cual había primero que definir cuál era el fin último de la educación.
Sostuve que la cultura occidental estaba en crisis y que la gnoseología cartesiana tenía que comenzar a ser desplazada de nuestro sistema educativo para ser sustituida por una nueva que todavía no estaba construida pero cuyos elementos constitutivos ya estaban presentes en la historia. Un pensamiento sistémico estaba naciendo y era obligación de una verdadera revolución investigar, gastar recursos, intercambiar conocimientos a nivel mundial para sintetizar, en una nueva teoría pedagógica, las bases de una nueva educación.
El correismo difundió la idea de que el Buen Vivir aristotélico era equivalente al Sumak Kawsay ancestral de nuestros pueblos andinos, queriendo de esta forma enterrar la riqueza de una noción de vida en construcción con otra, agotada y decadente que ha caracterizado a la sociedad de clases desde la ápoca de los griegos. Sostuve que el esfuerzo máximo de los intelectuales comprometidos con el cambio revolucionario era pensar, juntar las partes dispersas de ese nuevo pensamiento e ir creando, de forma paulatina, la nueva epistemología de la ciencia, incluida la pedagogía.
Este nuevo enfoque de la episteme científica en el campo de la educación debía comenzar respondiendo la pregunta fundamental de toda concepción pedagógica que es: ¿para qué se educa? Correa respondió mandando a educarse a nuestros jóvenes en “las mejores universidades del mundo”, que son, como se sabe, centros de reproducción del pensamiento occidental. La respuesta del correismo fue optimizar el talento para conservar el sistema. Según esta concepción se trataba solamente de maquillar las dificultades.
En ese marco se dieron las mejoras de la infraestructura educativa a nivel nacional, la construcción de las escuelas del milenio, la supresión de las universidades de garaje, la creación de cinco universidades nuevas, la destrucción de gremios docentes como el de la UNE, la aprobación de una nueva ley de educación superior, entre otras. Todo lo cual significaba un paso adelante con respecto a la calamitosa situación de la educación en la época anterior al correismo, sin que se haya llegado a plantear en ningún momento los fines transformadores de la educación.
El régimen correista demostró su insensibilidad a este problema cuando cerró la Universidad Indígena con el peregrino argumento de que ahí no se respetaba la gnoseología occidental. Entonces sostuve que había que orientar la educación a un cambio profundo de la mentalidad del educando haciendo de la educación el medio más idóneo para desarraigar de las nuevas generaciones el egoísmo, el afán de lucro, la ambición desmedida y desarrollar en ellas la solidaridad, el compañerismo, la sensibilidad, el espíritu de colaboración y los valores comunitarios. El correismo ni siquiera tomó en cuenta estas propuestas y, prevalido del poder y de un falso orgullo de clase, barnizó el grave problema de la educación nacional sin atreverse a hundir el bisturí hasta el fondo.
Pero el correismo hizo obra. No atendió el fondo, pero si la forma. Dejó ver sus límites al no comprender que el Ecuador es un multiverso y no un universo, que la educación tiene que respetar la rica variedad de nuestra realidad. La transformación del Ecuador depende de la comprensión cabal de este problema.
Ahora resulta que el gobierno de Lenin Moreno declara, paladinamente -por medio de su actual ministro de educación-, que lo hecho por el correismo en el campo educativo está mal hecho y que debemos volver a las escuelas unidocentes porque su desaparición constituye un verdadero etnocidio y las escuelas del milenio son pura “novelería”.
Escuelas sin pupitres, sin techo muchas veces, con un solo maestro para niños de seis a catorce años, sin cuadernos, sin lápices, sin desayuno, sin zapatos, sin nada de lo más elemental es a lo que este ministro llama “escuelitas dónde se reproducen los valores de la comunidad”. Nadie podrá aceptar que se folclorice la baja calidad de la educación y se santifique la miseria de las comunidades aborígenes.
Correa creo unidades educativas de primer orden y sostuvo que la educación pública debía llegar a ser mejor que la privada lo que no puede ser criticado salvo si se considera que la excelencia para él no era sino la formación de cuadros reproductores del sistema sin capacidad crítica, es decir, excelentes profesionales preparados para competir con éxito en un mercado laboral inclemente, en el que no existe espacios para otra clase de valores que no sean el afán de lucro y el egoísmo narcisista. Esa fue la propuesta del correismo en todos los niveles.
Ahora Lenin Moreno le quita la careta a esa propuesta pro sistema y plantea dejar las cosas como estuvieron antes del correismo, es decir, manteniendo las escuelas unidocentes que también reproducen el sistema pero en el nivel más espantoso de atraso y de vergüenza social, porque no es cierto que un Estado que ha reducido el presupuesto nacional en educación podrá invertir en las escuelas unidocentes para transformarlas en unidades ejemplares.
Bolsonaro en el Brasil acaba de poner los libros de Paulo Freire en el Índex. La educación de las masas en libertad, ahora es un delito social en el Brasil. Allá tienen la valentía de declararse enemigos de la educación de los oprimidos, los bolsonaros criollos en el Ecuador condenan a la ignorancia a las grandes mayorías a nombre de la libertad y el progreso. Los que nos resistimos a perder el norte de la educación seguiremos luchando por sacar de la ignorancia a las masas. Seguiremos planteando una revolución educativa en la que se cambien las bases gnoseológicas del conocimiento, incorporando a nuestros planes de formación la episteme ancestral que por más de quinientos años ha sido excluida de la educación nacional. Una educación que, siendo única para todo el país, sepa respetar la esencia cognitiva de todas las nacionalidades originarias que existen en el Ecuador.
Esa es la tarea.
7-02-2019